No sólo vendía rosquillas

Lo que podía hacer por otros era la parte más importante de mi trabajo…La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es rosquillas.jpg

Cuando iba a la universidad, trabajaba horas al día en una tienda del centro de la ciudad que vendía rosquillas y café. Como el establecimiento estaba en una calle donde paraban autobuses de varias rutas, llegaban a él muchos pasajeros que aguardaban allí unos minutos. Yo les servía café en tasas desechables y atendía pacientemente al cliente que señalaba a través del aparador y decía:   “No, ésa no; la de más arriba”.

Todas las tarde, eso de las cuatro, un grupo de escolares irrumpía en la tienda y el negocio se paralizaba. Los adultos que miraban hacia dentro veían esa multitud y seguían su camino. A mí no me molestaba que los niños esperaran el autobús en un sitio tibio y seco. Yo no trabajaba por comisión, y, ¡qué caramba!, a veces también ellos tenían unos centavos que gastar.

Llegué a conocerlos bastante bien. Las muchachas grandes me contaban de sus novios, y las más pequeñas me platicaban de la escuela y me mostraban los dibujos que habían hecho en clase. Los chicos eran más reservados y no compartían sus secretos, pero también ellos esperaban todos los días en la tienda la llegada del autobús.

Había días en que yo le daba a alguno el dinero del pasaje, suma que al día siguiente me era pagada sin falta. Cuando nevaba, los chicos y yo a veces esperábamos con ansia el autobús, que se había retrasado mucho. Ellos telefoneaban a sus padres para decirles que estaban bien. A la hora de cerrar, echaba llave a la puerta, y todos aguardábamos en el ambiente tibio de la tienda hasta que por fin llegaba el vehículo.

En los días en que había nieve regalaba montones de rosquillas. Disfrutaba mucho a mis jóvenes amigos, pero nunca se me había ocurrido que yo fuera tan importante para ellos hasta una tarde de sábado en que entró en la tienda un hombre de aspecto serio que me preguntó si era yo la joven que trabajaba de lunes a viernes, alrededor de las cuatro de la tarde. Cuando le respondí que sí, se presentó como el padre de dos de mis amiguitos más queridos, hermano y hermana.

– Quiero decirle que le agradezco mucho lo que hace por mis hijos. Me preocupa que tengan que tomar dos autobuses para llegar a casa, y para mí es muy traquilizante saber que esperan aquí y que usted les echa un ojo.

Le contesté que lo que hacía no tenía nada de extraordinario, ya que me gustaban los niños.

Creo que no me expliqué bien, añadió: – Cuando mis hijos están con la señora de las rosquillas, sé que están a salvo. Eso, para mí, es extraordinario, y se lo agradezco mucho.

Así que yo era “la señora de las rosquillas”. No sólo tenía un título, sino que me había convertido en un aspecto sobresaliente del paisaje.

Hoy pienso en toda la gente que les echa un ojo a mis hijos cuando se aventuran por el mundo. De muchos de ellos nunca he oído hablar, y de otros me he enterado sólo por casualidad. Me resulta extraño oír hablar de la vida de mis hijos cuando no están conmigo. En sus ires y venires establecen relaciones con adultos, y esos adultos pasan a ser, por así decirlo, “señoras de rosquillas”.

Como los dueños de una tienda que le permitieron a mis hijos telefonear a casa y que, durante una crisis de transporte, aceptaron la llamada de una madre angustiada:

– Estoy buscando a mis gemelos. Son…bueno, son idénticos, y me dijeron que iban a estar en su tienda.

– Sí, señora, aquí estuvieron. Fueron a reunirse con su hermana. ¿Quiere dejarles algún recado?

O la conductora de un autobús que llevaba a mi hija hasta la terminal ya muy entrada la noche y no la dejaba sola hasta que yo llegaba en el coche a recogerla.

– Siempre lo hace mamá. Dice que esta parada de autobús es muy solitaria de noche y que no se sentiría tranquila sino esperará. Sabe que ya vienes en camino. O aquel amable policía que se compadeció de mis hijos una tarde que volvían a casa bajo un chubasco mientras yo estaba en el trabajo…aunque todo el día siguiente los vecinos, llenos de curiosidad, me hubieran preguntado por teléfono:

– ¿Era un auto patrulla lo que vi anoche frente a tu casa?

– Claro que no: Era una “señora de las rosquillas”.

 

– Fin –

Por: Elinor Markgraf

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