El Espejismo del Alma

espejismo almaComo estaba decidido a ahorrar para su jubilación y la educación de sus hijos, Larry Piumbroeck, de 42 años, recorría más de 400,000 kilómetros al año viajando por razones de trabajo. Si bien a este gerente de ventas le daban ascensos y le aumentaban el sueldo con regularidad, en su casa había perdido terreno con sus hijos, y dejaba a su esposa, Kathy, la resolución de todos los asuntos de la familia. Cierta vez, el hijo de ambos le dijo a su madre: «En realidad no conozco a papá. Nunca está aquí”.

Aunque vagamente consciente de la paradoja – Piumbroeck creía que su familia era lo primero, pero no lo demostraba-, el hombre se consolaba pensando que más adelante vendría la recompensa. «En mi visión del mundo, todo era aplazable», dice.

Las personas como este ejecutivo, que viven para el futuro, se refugian en visiones felices de una vida personal tranquila y gratificante, de la que habrán de disfrutar en algún momento que todavía no llega. Este fenómeno puede llamarse «la trampa del mañana», una especie de espejismo que las personas persiguen mientras se entierran más y más en su vida profesional y en otras actividades.

Un número cada vez mayor de residentes urbanos se enfrentan a este problema. No sólo vivimos con mayor ajetreo, sino que una oferta cada vez más abundante de medios de comunicación y bienes de consumo nos tienen distraídos en casa. Pero como ciudadanos y habitantes de una gran urbe, donde el empleo y las ocupaciones diarias, así como los sueños de un futuro profesional mayor, aplazan lo verdaderamente importante, nos dan cuenta, tarde o temprano, de los enormes costos que esto entraña. Si tu eres de esa gente que ya esta pensado en pasar más tiempo con la familia y de tener flexibilidad en el trabajo para ocuparse de su vida personal, es una señal alentadora, porque la toma de conciencia es el paso más importante para escapar de la trampa del mañana. Una vez que uno se da cuenta de que se está privando de experiencias emocionalmente gratificantes, ya recorrió 95 por ciento del camino.

Para René Lynch, de Florida, el cambio llegó cuando se sintió más segura económicamente. Durante años postergó su sueño de expresar su faceta artística. Resuelta a crear un fondo para la educación de sus hijos, se pasó 18 años trabajando en una compañía de computadoras. Pero un día, sintiéndose más protegida con un colchón de valores y ahorros acumulados con su esposo, Lynch se inscribió en una escuela de decoración de interiores. El cambio entrañaba riesgos. Una vez inscrita, tuvo que cambiar a un empleo de medio tiempo como asesora, pero hoy su vida es mucho más gratificante.

Por otra parte la muerte de su madre hizo que Valerie Young, de 45 años, se decidiera a hacer un cambio. Especialista en mercadotecnia, invertía dos horas diarias en trasladarse a su trabajo, y odiaba cada minuto. Cuando a su madre le faltaban sólo cinco meses para jubilarse, murió repentinamente de un infarto. Lo que más le dolió a Valerie fue saber cuántos sueños y actividades había postergado su madre. «Empieza uno a pensar que el futuro no necesariamente va a llegar», reflexiona Young. Hoy, se ha decidido a poner su propia empresa de consultoría, y trata de no posponer las cosas importantes.

Su padre, de 70 años, vive cerca de ella y hace poco lo llamó para invitarlo a comer.

– Mejor nos vemos un día en que no tengas nada que hacer -dijo él.

– Mira, papá -le contestó ella-, nunca va a llegar el día en que no tenga nada que hacer. Así que pongámonos de acuerdo hoy.

   

Muy poco y demasiado tarde

[pullquote-right]“Todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora… ¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?[/pullquote-right]Una lección de humildad que aprendí como columnista de The Wall Street Journal es que a veces uno viola los principios sobre los que escribe, incluso mientras escribe.

Durante año y medio tuve la intención de pasar un buen tiempo con mi padre, de 78 años. Anhelaba disfrutar con él unas vacaciones de verano en su granja; ahí, mis hijos conocerían los ritmos del campo que habían moldeado mi infancia. Pensaba regalarle en Navidad un libro de memorias familiares recopiladas por mí. También tenía la intención de obsequiarle un ejemplar de mi primer libro, que les dedicaría a él y a mi difunta madre «con gratitud y respeto eternos».

En realidad, lo único que hice fue visitarlo dos veces, de prisa. Una y otra vez pospuse mis planes. Luego, en marzo de 1999, sonó el teléfono: mi padre había sufrido una apoplejía. Murió ocho días después.

El recuerdo más grato que guardo de mi padre es el tiempo que nos dedicó a sus hijos. En nuestra granja de Michigan nos subíamos al tractor o hacíamos las faenas hombro con hombro. Compartimos innumerables noches viendo televisión o simplemente conversando en el porche. Siempre que corría a mi habitación llorando por alguna desventura infantil, papá me consolaba. Esa bondad suya me enseñó el poder de la presencia paterna.

A medida que mi hermano, mi hermana y yo aprendíamos a hacer frente a las responsabilidades de la edad adulta, papá aplaudía todos nuestros empeños. «Vivan la vida plenamente», solía decirnos. «Están forjando recuerdos».

Después de la lección que aprendí con la muerte de mi padre, he decidido vivir con menos prisa. De cuando en cuando, siempre que tengo un momento de paz y disfruto con el recuerdo de alguna ocurrencia simpática de uno de mis hijos, con la fragancia de un bosque húmedo o con la belleza de un campo de trigo que se mece al viento, me saltan a la cabeza las palabras que hubiera deseado decirle a mi padre: «Ya estoy listo, papá. Estoy listo para pasar un buen rato contigo».

Eclesiastés 3:1-9 “Todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora… ¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?

   

Por: Sue Shellenbarguer

También te podría gustar...