Nada cuesta dar las gracias

Una de las bendiciones de tener hijos grandes es que ya no hay que estar detrás de ellos para que escriban notas de agradecimiento. De pequeños, Eleanor, Sarah y Drew me dictaban sus cartitas, y yo las enviaba junto con los dibujos que hacían de los regalos. Sin embargo, cuando aprendieron a leer y escribir, ¡qué trabajo me costaba que cumplieran con esa cortesía!

“¿Ya le escribiste a la abuela para darle las gracias por el libro?”, les preguntaba yo. “¿Qué le escribiste a tu tía sobre el suéter que te envió?” Invariablemente refunfuñaban y se encogían de hombros.

Un año días después de Navidad, me cansé de que hicieran oídos sordos a mis ruegos y le prohibí usar la ropa y los juguetes nuevos, a menos que enviaran sus cartas de agradecimiento. Aun así le dieron largas al asunto, sin dejar de rezongar.

Entonces se me ocurrió una idea.

– Suban al auto- ordené.

– ¿A dónde vamos?- preguntó Sarah, extrañada.

– A comprar regalos de Navidad.

-¡Pero la Navidad ya pasó!- dijo, mientras se ponía un abrigo.

– No quiero discutir- respondí tajantemente, y subieron al coche.

Ahora verán cuánto tiempo tardan las personas que los quieren en comprarles un regalo- señalé.

Le di a Drew un cuaderno y un lápiz y le pedí que anotara la hora en que salimos de casa, así como la hora en que llegamos al pueblo. Allí nos metimos en una tienda y los niños me ayudaron a escoger regalos para mis hermanas.

De regreso a casa, bajaron del auto y corrieron hacia sus trineos.

– ¡Oigan, no tan deprisa! – les dije-. Nos falta envolver los regalos.

No tuvieron más remedio que reprimir su ímpetu y volver.

– Drew, ¿anotaste la hora en que llegamos? Muy bien, ahora toma el tiempo que tardarán tus hermanas en envolver los regalos.

Preparé chocolate para los niños. Cuando terminaron de atar el último moño, me miraron con expectación.

– ¿Cuánto tiempo nos llevó todo esto?- le pregunté a Drew.

Miró sus notas y respondió:

– Tardamos 28 minutos en llegar al pueblo, 15 en comprar regalos y 38 en volver a casa, porque tuvimos que ir a la estación de servicio.

– ¿Y cuanto nos llevó envolver las cajas – intervino Eleanor?

– Cada una de ustedes tardó dos minutos por regalo – dijo Drew.

– ¿Cuánto tiempo haremos para ponerlas en el correo? – pregunté.

– Calculo que 56 minutos, ida y vuelta – repuso Drew –, si no cargamos gasolina.

– No incluiste el tiempo que tardaremos haciendo cola en el correo – dijo Sarah.

– ¡Es verdad! – exclamó Drew –. Haremos 15 minutos más.

– Bueno, ¿cuánto tiempo en total, nos llevará enviar un regalo?

Drew hizo la cuenta.

– Dos horas con 34 minutos.

christmas-kidsEntonces, junto a las tazas de chocolate puse hojas, sobres y plumas.

– Ahora, por favor, escriban sus cartas. Agradezcan en el regalo y digan cuánto se divertirán con él.

Por un rato lo único que se oyó fueron las plumas que rasgaban la superficie del papel.

– Ya terminé – dijo Eleanor, y cerró su sobre.

– Yo también – apuntó Sarah.

– No tardamos más de tres minutos – dijo Drew, cerrando el suyo.

– ¿Es mucho pedir que se tomen tres minutos para agradecer un regalo que a alguien le llevó tal vez dos horas y media escoger y enviar?

Bajaron la mirada y negaron con la cabeza.

– Hijos cultiven el hábito de escribir cartas de agradecimiento. Más adelante tendrán que hacerlo en muchas ocasiones.

Drew preguntó con escepticismo:

– ¿Cómo en qué ocasiones?

– Por ejemplo cuando los inviten a comer o a cenar, o a pasar un fin de semana en casa de un amigo. Quizá cuando quieran dar las gracias a alguien que los haya orientado en una carrera universitaria…

– ¿Tú escribías cartas de agradecimiento cuando eras niña? – preguntó Drew.

– Por supuesto.

– ¿Qué escribías?

Pude darme cuenta de que estaba formulando el resto de sus notas de agradecimiento.

– ¡Uf! ¡Ha pasado tanto tiempo! – exclamé.

Me vino a la mente el tío Arthur, el hermano menor de mi bisabuelo. Aunque no nos conocíamos, cada Navidad me enviaba un regalo. Era ciego y vivía en Massachusetts. Su sobrina, Becca, que también era su vecina, lo ayudaba a hacer cheques de cinco dólares para sus sobrinos bisnietos y tataranietos. Yo correspondía a su atención escribiéndole y contándole en que me los había gastado.

Cuando me fui a estudiar a Massachusetts pude visitar por fin a mi tío Arthur. Me dijo lo mucho que había disfrutado mis notas.

– ¿Las recuerdas? – le pregunté.

– ¡Claro! – respondió –. Incluso guardo las que más me gustaron.

Señaló una cómoda alta que estaba junto a la ventana.

– Por favor, tráeme el paquete de cartas que está en el primer cajón, atado con una cinta.

Vi una vieja carta mía y la leí en voz alta: “Querido tío Arthur, te pongo estas letras sentada bajo el secado del salón de belleza. Esta noche hay un baile en la escuela y voy a gastar en un peinado el dinero que me regalaste en Navidad. Muchas gracias. Me voy a divertir de lo lindo, gracias, en parte, a tu oportuno obsequio. Te quiere, Faith”.

– ¿Y te divertiste? – preguntó.

Mis pensamientos se remontaron a aquella noche y le respondí que sí, con una sonrisa que deseé que él hubiera podido ver.

Mi hija Sarah me trajo de nuevo al presente con un tirón de la manga.

– ¿Por qué sonríes?

Les conté a mis hijos de los regalos del t.

– ¿Te veías bonita en el baile? – preguntó Sarah.

– A mi pareja le pareció que sí.

– ¿Con quién fuiste? ¿Cómo ibas vestida? – preguntó Eleanor.

– Creo que conservo una foto de esa noche.

Saqué un álbum del librero y les mostré una foto en la que aparezco frente a la chimenea de la casa de mis padres. Luzco un vestido de noche de terciopelo negro, y llevo el pelo recogido en un elegante moño. A mi lado aparece un apuesto joven que me entrega un ramo de flores.

– ¡Es papá! – exclamó Eleanor.

Asentí con la cabeza, sonriendo. Mientras los niños terminaban sus cartas, pasé mis dedos sobre los pétalos marchitos de una gardenia que pegué junto a la fotografía.

En diciembre del año pasado, Bob y yo celebramos nuestro 36 aniversario de bodas. Gracias, tío Arthur.

   

Por: Faith Andrews Bedford

Condensado de Country Living (enero de 1999) de Nueva York.

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