Encuentro con el Mosquito del Ártico

[pullquote-left]“Un enjambre de estos bichos puede chuparle medio litro de sangre al día a un alce”.[/pullquote-left]Desde lo alto de un abrupto promontorio dirigí la vista hacia el valle Redstone. Co­mo tantos días de ve­rano en esta región del noroeste de Alaska, había amanecido soleado y ventoso, pero por el este se avecina­ban unos nubarrones. Tengo que apresurarme, pensé. Me faltaban todavía tres kilómetros cuesta abajo para llegar a mi campamento.

Aunque hace 18 años que conozco esta inhóspita in­mensidad, sigue ejerciendo la misma impresión sobre mí Me establecí en el Ambler, aldea de inupiats (esquimales del norte de Alaska) situada a la orilla del río Kobuk, y la vida en­tre ellos me resulta tan estimulante y variada como el paisaje ártico de los alrededores. Sin embargo, el pe­ligro acecha incluso en un esplendo­roso día de verano como aquél.

Mientras me colgaba la mochila al hombro, un mosquito del Ártico se me estrelló contra la mejilla. En el curso del día me había encontrado uno que otro porque era el comien­zo de la temporada (el deshielo ha­bía comenzado hacía apenas dos se­manas), pero cuando bajé un poco más y el viento dejó de soplar, se abalanzaron sobre mí. Se elevaron de la empapada tundra en densas nubes y me acribillaron la cara.

Me hurgué en un bolsillo en busca del repelente de insectos, pero no lo encontré. Me puse en­tonces a palmotear, y aunque con cada ma­notazo aplastaba cinco o seis, de nada me ser­vía porque eran miles. Se lanzaban al ataque de diez en diez, con la trompa por delante, y me picaban vorazmen­te a través de la ropa. Ni cuatro manos me habrían alcan­zado para ahuyentados. Mis años de experiencia en Alaska me habían enseñado qué hacer en semejante si­tuación: me subí el cuello, me ceñí las correas de la mochila y eché a correr como un descosido.

Cuando vi mi tienda de campaña, aún iba muy de prisa, y también los bichos. Había dejado atrás el primer enjambre, pero a cada paso otros me salían al encuentro y empezaban a perseguirme zumbando. Si paraba, volvían a acometer. Me detuve ape­nas el tiempo necesario para abrir la cremallera del mosquitero, y me puse apresuradamente a salvo en la tienda. Sin embargo, tardé 15 minu­tos en eliminar todos los mosquitos que se colaron dentro. Cuando acabé con el último, in­tenté descansar y evaluar los daños. Tenía manos y cuello embadurna­dos de sangre, y cada centímetro de piel expuesta era una cordillera de ronchas. Por lo menos no había perdido la billetera. Afuera, el enjam­bre seguía revolotean­do ávido, con un zum­bido casi ensordecedor. Los mosquitos se posa­ban sobre la tienda y repiqueteaban en ella como gotas de lluvia. Como mi caja de pro­visiones estaba a unos 20 metros de allí, tuve que conformarme con unas barras de cereal que llevaba en la mochila y unos cuantos sorbos de agua sucia. Mientras comía, los insectos se agol­paban en los mosquiteros y metían la trompa a través de la malla con la esperanza de picarme. No volví a asomar la nariz hasta que se hizo de noche y un aguacero frío dispersó el enjambre.

alaska mosquitoesLa temporada de mosquitos en esta región de Alaska, es relativamente breve – dura diez semanas, a lo más, y alcanza su punto culmi­nante en junio o principios de ju­lio –, pero temible. He sido víctima de estos insectos en el Asia tropical, en los bosques septentrionales de Maine y en los manglares de las cos­tas mexicanas, pero no conozco es­pecie más voraz que el mosquito del Ártico.

En el peor momento de la tempo­rada hay millones por kilómetro cuadrado, y remontan el vuelo en torbellinos que acribi­llan a todo infortu­nado mamífero que se cruce en su camino; el ser humano no es la excepción. Pue­den chuparle a un alce medio litro de sangre en un solo día, y cau­sar estampidas entre las manadas de cari­búes. En la desordenada huida, medres y crías se separan, y los machos no se detienen hasta quedar exhaustos. ¡Y vaya que tienen moti­vos para hacerlo! Al decir de los esquimales, cualquier animal o ser humano que no escape a tiempo de una de estas marabuntas aéreas pue­de morir desangrado. Por suerte, las peores infestaciones no duran más de un mes, aproximadamente. No obstante su insaciable sed de sangre, los mosquitos del Ártico son criatu­ras frágiles. Esas peligrosas “aves estatales” de Alaska (miden seis milímetros de largo en promedio) no aguantan un viento de regular fuerza.  El sol intenso los abrasa, y si ha­ce demasiado calor o frío, o si llueve en exceso o muy poco, no ven la ho­ra de ocultarse. Pasan la mayor par­te de su corta vida guareciéndose debajo del follaje y chupando el néc­tar de las flores, en espera de condi­ciones propicias para acometer a sus víctimas. Una tarde sin viento, hú­meda y nublada, les viene de mara­villa. Sin embargo, las cosas se les pueden tornar hostiles de un momento a otro.

Los esquimales del alto Kobuk saben como lidiar con ellos. Tan pronto como se deshiela el río, muchos habitantes de Ambler cargan sus barcazas de madera terciada y emprenden la travesía hacia la costa helada y batida por el viento para pasar allí el verano, como lo han hecho durante siglos. Desde luego, también van a pescar y a cazar focas, pero no es casualidad que esta mi­gración anual coincida con la peor parte de la temporada de mosqui­tos. Los inupiats no son gente que acostumbre quejarse, pero tratán­dose de los mosquitos no corren riesgos innecesarios. Por otra parte, hay personas como mi amigo Howie Kantner, que nos enseñan que todo es cuestión de ac­titud. Una tarde de verano fui a vi­sitarlo mientras él construía una lancha. Yo estaba todo cubierto  de repelente y no dejaba de agitar una mano para apartarme los insectos de la cara. Howie, en cambio, estaba midiendo y aserrando tablas como si nada, con el torso desnudo y sin re­pelente. Tenía la espalda cubierta por una especie de pelaje gris en movimiento, pero no daba señales de molestia, a menos que un mos­quito se le posara en los labios o en los párpados. En ese caso lo ahuyen­taba sin hacer aspavientos.

– Si no piensas en ellos, no te mo­lestarán – me dijo –. Son parte del territorio.

La actitud despreocupada de mi amigo quizá explique por qué pesa apenas 59 kilos. Sin embargo, tiene razón: si uno pasa el verano en el Ártico, los mosquitos son una realidad en la vida, como la lluvia.

El norte de Alaska es un mundo lleno de realidades como ésta, algu­nas duras, otras hermosas, y todas de una gran sencillez. Sea una noche a 50° C. bajo cero o un enjambre de mosquitos ávidos de sangre, siem­pre hay un desafío, algo que en cier­to modo nos define.

Tal es el atractivo del lugar: la posibilidad de vivir, de moverse, de res­pirar la tierra. Aun después de 18 años, la emoción que me provoca no ha disminuido. Nadie afirmaría que la vida es fácil cuando se vive tan le­jos del camino más próximo, pero yo no lo cambiaría por nada del mundo.

    

RELATO CONDESADO DE: “A PLACE BEYOND: FINDING HOME IN ARTIC ALASKA”, 1996, POR NICK JANS

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