Fragmentos del Ayer
[pullquote-left]Estos objetos rescatados de nuestro pasado nos recuerdan lo que alguna vez fuimos… y lo que todavía somos.[/pullquote-left]Merodeando hace algunos años en una tienda de libros usados, me tope con una vieja revista en que aparecía un artículo de la escritora francesa Colette. Decía la novelista que cuando se fue a vivir a París, y en sus muchas mudanzas dentro de la ciudad, cargó con varias cosas que habían pertenecido a la casa campestre en que vivió de niña. Entre ellas figuraban algunos objetos domésticos “enormes”, inútiles y de colores chillones”, pero que, según aseguraba, también eran “más viejos que yo y encerraban numerosos recuerdos”. El artículo me puso a pensar a las cosas a las que mi esposa y yo nos hemos aferrado a lo largo de una vida en común que se ha caracterizado por constantes mudanzas. Muchos eran objetos gastados, pasados de moda y difíciles de empacar, pero tenían un significado especial para nosotros y, por alguna extraña razón, daban a nuestra vida una sensación de permanencia y continuidad.
Cuando los acomodaba en el portaequipaje del automóvil, siempre me inundaba una inexplicable paz; me parecía que nuestras cosas simplificaban la vida y la reducían a unos cuantos e importantes símbolos de amistad, de lazos familiares y de periodos especiales de nuestra existencia. Por lo regular, cuando nos disponíamos a marcharnos a Toronto, amanecía nublado, y los primeros copos azucarados de nieve flotaban entre las ramas de los olmos para caer en el portaequipaje abierto, quizá sobre el recetario de madera en que mi esposa guardaba algunos poemas junto con nuestras recetas favoritas, como aquella de las galletas de avena que nos había dado la madre de una vieja amiga nuestra.
Me eran muy gratos aquellos momentos en que, allá afuera, buscaba el mejor lugar para guardar, por ejemplo, la caja de zapatos que contenía un rebanador de verduras adquirido por mi mujer hace 45 años en la Exposición Nacional Canadiense. A veces me llamaba la atención el Webster’s Collegiate Dictionary (“Diccionario Universitario Webster”), que mi esposa me había regalado cuando nos casamos: un gastado y muy consultado compañero de trabajo que en las últimas páginas explicaba unas expresiones griegas y latinas cuyo significado nunca conocemos cabalmente –como ipso facto: por el hecho o el acto mismo” –, además de un glosario de palabras y frases escocesas. Mientras la nieve se posaba sobre mi cabello, me quedaba leyendo tal vez, el significado de doch-an-dorrach: “El trago de despedida; una copa de vino o de una bebida semejante que se toma al jinete que esta a punto de partir”.
A menudo cuando vivíamos en un apartamento del centro de Toronto que habitamos muchos años, y salíamos de viaje, venía un vecino del edificio – un médico jubilado, alto, encorvado y voz suave – a despedirse de nosotros, con la cara sonrosada por el frío y apoyándose en su bastón. Entonces tenía lugar un breve y simpático intercambio social en aquella mañana helada y con un saborcito hogareño, mientras él comparaba, quizá su bastón de madera de endrino con el que yo estaba punto de colocar detrás de la llanta de refacción. El mío había sido regalo de uno de uno de mis amigos, quien lo había fabricado con una rama de un roble que crecía en los alrededores de Lakefield, Ontario, en una ocasión en que debí guardar cama. Hablábamos de las cosas que atesorábamos, y yo le mostraba el grueso cepillo de carpintero que había pertenecido a mi abuelo, oriundo de Inglaterra. Mirábamos la manta de viaje escocesa que nos habían obsequiado hacía años a mi esposa y a mí, como regalo de despedida, unos maravillosos vecinos nuestros. Era siempre lo último que poníamos en el automóvil, y la extendíamos sobre el equipaje del asiento trasero para que las cosas se vieran ordenadas. Así, siempre la teníamos a la mano cuando alguno de nosotros sentía frío; era una vieja y reconfortante amiga, hecha de pura lana escocesa y de recuerdos.
Algunos de los objetos que conservábamos con cariño no sólo resultaban estorbosos de llevar, sino que no encajaban con el sitio adonde nos dirigíamos. Teníamos un carrito para servir el té, que databa de los primeros días de nuestro matrimonio, y lo enviamos a una casa de bloques de concreto color de rosa, ubicada no lejos de la costa de Florida. Lo pusimos en un lugar sombreado, a corta distancia del porche cerrado y al alcance del ruido solitario del mar. Ese mueble pertenecía al mundo de salones cómodos y acogedores de mi madre, donde las damas se reunían por las tardes a tomar el té. A veces almacenábamos estas cosas, y luego, felices, volvíamos a encontramos con ellas en un depósito de pisos vencidos, cuando acababan de meterlas del muelle de carga. Yo me paraba en una mancha de sol a leer un fragmento de algún libro que había pertenecido a la biblioteca de mi padre, como mi ejemplar de Vanity Fair («La feria de las vanidades»), dorado y de pasta dura, y de un altivo álamo me llegaba un suave murmullo de hojas mientras repasaba con placer el episodio en que Becky Sharp arroja su diccionario de graduación a la academia para señoritas de Miss Pinkerton.
En otras ocasiones renovábamos nuestros lazos con el reloj de repisa, regalo de bodas de la familia de mi esposa. Cuando estábamos recién casados y vivíamos en dos habitaciones bajo el techo puntiagudo de una casa alta de Toronto, el reloj descansaba sobre un escritorio entre dos candelabros de bronce, y enviaba sus melodiosos tañidos hasta las copas de los árboles. A lo largo de los años despidió con su canto a los invitados de los sábados por la noche, rompió el silencio de la campiña cuando vivíamos en una granja alquilada, y resonó entre los maceteros que tenía mi mujer en el balcón cuando habitábamos un apartamento situado 11 pisos por encima del tráfico del centro de Toronto. Tañó con tristeza en los terribles y largos mutismos de nuestras disputas, y con alegre alivio cuando volvíamos a hablamos.
Siempre nos resultaba muy grato ver de nuevo estas cosas cuando regresábamos de algún lugar desconocido, de un país que no era el nuestro. Abrir, por ejemplo, mi manual de Niños Exploradores, cuyos cantos se encuentran sucios de tanto que me ha acompañado, me parecía una bienvenida a la tierra que nos vio nacer. Cuando recorro con la vista estas páginas familiares, mi mente regresa a la comodidad de aquel recodo del valle del Don, cerca de la calle de Toronto en que crecí. Llega hasta mí el olor de la nieve, de los cedros y del humo de una fogata de invierno, y percibo el sabor de las briznas de corteza de cedro que contiene el té. Vivimos en un mundo que cambia con presteza. La vida no es tan estable como en aquellos días en que los objetos familiares se conservaban durante una generación en armarios para piezas de porcelana, en repisas para platos y en arcones de cedro. Con todo, conozco a mucha gente que se aferra a unas cuantas cosas como si quisiera asirse al concepto mismo de permanencia. Siempre que mi esposa y yo visitamos a una amiga nuestra, ya sea en una casa de pueblo o en el piso 24 de un rascacielos urbano (se ha mudado casi tantas veces como nosotros), me alegra ver, en un sitio destacado, un cuadro que me es tan familiar como nuestro reloj de repisa. Lo pintó su padre hace unos 40 años, y muestra un acantilado con vegetación otoñal cerca del valle del Castor, en Ontario. Me trae a la memoria maravillosas excursiones y la bulliciosa confusión de niños y postes de tiendas de campaña, siempre con el tiempo encima y de ordinario terminando nuestra estancia con una fina y reconfortante lluvia estival que caía sobre nosotros como una bendición.
Colette decía en su artículo que cuando encendía la lámpara de escritorio en su apartamento de los Campos Elíseos, el círculo de luz abarcaba las cosas familiares que siempre había tenido consigo. Lo mismo ocurriría con la lámpara de mi mesita de noche si su luz pudiera atravesar la puerta del armario y los cajones de la cómoda, y llegar hasta la sala. Iluminaría una vieja chaqueta de paño de lana con un adorno que representa a un caballero armado, y que he conservado desde la época en que los jóvenes trataban de vestir de un modo que evocara los grandes salones señoriales y los desayunos con jerez. Y también alumbraría un paraguas del que debería deshacerme porque tiene una costilla doblada, pero que quiero conservar porque lo relaciono con un difícil periodo de mi vida en que salía a hacer largas y desesperadas caminatas nocturnas bajo la lluvia. Junto al paraguas, la luz de mi lámpara revelaría la presencia del Schirmer’s Pronouncing Pocket-Manual of Musical Terms («Manual de pronunciación de términos musicales, de Schirmer»), que conservo porque me gusta su aspecto y su textura y porque me recuerda la época en que yo quería ser pianista. «Tarantella», leo: «baile del sur de Italia». Y veo una partitura con cubierta de color rosa vivo, y escucho el tic-tac del metrónomo y las hojas del otoño que pasan volando por la ventana de la sala. Todos estos objetos no son sólo cosas; poseen otra dimensión en el tiempo ido. Son recordatorios de lo que alguna vez fuimos…, y de lo que todavía somos.
POR: ROBERT THOMAS ALLEN, CONDENSADO DE “THE REVIEW” (VERANO DE 1989)