Rosas para una Dama desairada
Cada sábado por la noche, toda aquella lánguida primavera, solía yo llevarle una rosa a la señorita Caroline Wellford. Lloviera o tronara, cada sábado, a las 8 en punto.
Era siempre la mejor rosa de la florería. Observaba al Viejo Olsen envolverla con delicadeza en papel de seda verde y con ramas de helecho. Después tomaba yo la angosta caja y pedaleaba frenéticamente por las tranquilas calles, para ir a entregar la flor a su destinataria. En aquella época, después de asistir a la escuela, y los sábados, trabajaba como repartidor para el florista Olsen. Me pagaba tres dólares a la semana, pero representaban mucho para un adolescente.
Desde el principio hubo algo un tanto extraño acerca de aquellas rosas; o, mejor dicho, sobre las circunstancias de su entrega. La noche en que el señor Olsen envió la primera de las flores, le observé que había olvidado adjuntarle la tarjeta correspondiente.
Me miró a través de sus lentes con ojos de benévolo gnomo y replicó: «No debe llevar tarjeta, James». Nunca me llamaba Jimmy. «Además, quien ordenó el envío desea que se haga tan discretamente como sea posible. Así que… cierra el pico, ¿de acuerdo?»
Me daba gusto que la señorita Caroline recibiera esas flores, porque a todos nos inspiraba lástima. En nuestro pueblo sabíamos que se le había deparado el más terrible infortunio: su prometido la había dejado plantada.
Durante años había estado virtualmente comprometida con Jeffrey Penniman, uno de los mejores partidos entre los solteros del lugar. Había esperado a que él concluyera sus estudios de medicina: Y aún esperaba cuando, trascurrida la mitad de su periodo de internado, el doctor Penniman se enamoró de una mujer más joven y bella, con la cual se casó.
Aquello fue casi un escándalo. Mi madre dijo que todos los hombres eran unas bestias, y que Jeffrey Penniman merecía latigazos. Por el contrario, mi padre sostenía que todo hombre tiene el derecho -o, más bien, el sagrado deber- de casarse con la mujer más bella que lo acepte.
La chica con la que se casó Jeffrey era ciertamente hermosa. Se llamaba Christine Marlowe y procedía de una gran ciudad. Debió de haberle resultado muy desagradable la estancia en el pueblo, ya que por supuesto las mujeres la detestaban y hablaban mal de ella. En cuanto a la pobre señorita Caroline, el desenlace había sido desastroso para ella. Durante seis meses se encerró en su casa, dejó de dirigir a su tropa de muchachas exploradoras y renunció a cualquier actividad cívica. Incluso rehusó a seguir tocando el órgano de la iglesia.
La señorita Caroline no era vieja ni fea, pero parecía resuelta a vivir como excéntrica solterona. Semejaba un fantasma aquella noche en que por primera vez le llevé una rosa. “Hola Jimmy”, me saludó con indiferencia. Cuando le entregué la caja me miró atónita: “¿Es para mí?”
Al sábado siguiente, a la misma hora, le llevé otra rosa. Y una semana después, otra. A la tercera vez, abrió la puerta con tal prontitud, que supe que debió de haber estado esperándome. Se había puesto un poco de maquillaje en las mejillas, y su pelo ya no lucía tan desmadejado.
A la mañana siguiente de la cuarta entrega a su casa, la señorita Caroline volvió a tocar el órgano en la iglesia. Llevaba la rosa prendida en la blusa. Mantuvo erguida la cabeza y no dirigió ni una sola vez la mirada hacia donde estaba sentado el doctor Penniman junto a su bella esposa. “¡Qué valor!”, comentó mi madre, “¡qué carácter!”
Semana tras semana seguí entregando la rosa a la señorita Caroline, y ella reanudó gradualmente su vida normal. Había un toque de orgullo, algo que rayaba en desafío, en la actitud de aquella mujer que, si bien sufrió una frustración a los ojos de todos, en su fuero interno se sabía apreciada y querida.
Por fin, una noche, hice mi última visita a la casa de la señorita Caroline. Cuando le entregué la caja, le informé:
-Esta es la última vez que vengo. La próxima semana mi familia y yo nos mudaremos. Pero el señor Olsen seguirá enviándole las flores.
La solterona vaciló por un instante y me invitó:
-Pasa un momento, Jimmy. Me condujo a su modesta sala. Cogió un velero, espléndidamente tallado, que estaba en la repisa de la chimenea. «Fue de mi abuelo. Me gustaría que lo conservaras», agregó. «Me has traído la felicidad, Jimmy; tú y tus rosas». Abrió la caja, acarició los delicados pétalos y prosiguió: «¡Me dicen antas cosas, aunque en silencio! Me hablan de otras noches sabatinas, todas ellas felices. Me revelan que él también se siente solo…» Se mordió los labios como si temiera haber dicho demasiado. «Es mejor que ya te vayas, Jimmy. ¡Vete!»
Cogí mi velero y corrí hacia la bicicleta. De regreso en la florería, hice lo que jamás había tenido el valor de hacer: revisé los desordenados archivos del señor Olsen, y encontré lo que buscaba. Podía leerse su mala letra: “Penniman: 52 rosa de veinticinco centavos”: trece dólares pagadas por adelantado.
– ¡Vaya, vaya!, pensé.
Pasaron los años, y un buen día regresé a la florería del señor Olsen. Nada había cambiado. El anciano estaba preparando un ramillete de gardenias, como en otro tiempo.
Charlamos un rato. De pronto le pregunté:
– ¿Qué ha sido de la señorita Caroline? Seguramente la recuerda; a la que yo le llevaba rosas.
– ¿La señorita Caroline? – repitió, a la vez que asentía con la cabeza – . Pues … se casó con George Halsey, y es dueña de la farmacia. Excelente hombre, tiene gemelos.
¡Ah! – exclamé sorprendido.
Decidí demostrarle al anciano cuán astuto había sido yo:
– ¿Cree usted que la esposa del señor Penniman llegó a saber que él le enviaba flores a su ex novia?
– James, nunca fuiste muy listo. No era Jeffrey Penniman quien las mandaba. Él ni siquiera se enteró de eso.
– Entonces, ¿quién?
– Una dama – contestó. Colocó cuidadosamente las gardenias en una caja – . Una dama que aseguró no estar dispuesta a permitir que la señorita Caroline se convirtiera en martir por causa de ella. Christine Penniman era quien las enviaba.
El señor Olsen cerró la caja con resueltos ademanes y concluyó: “¡Esa dama si tenía valor y carácter!”
Por Arthur Gordon
Relato tomado del original “A rose a Miss Caroline”, del “Through Many Windows”, 1983.