El Hombre que creyó en mí

Mi familia estaba desesperada. ¿Quién iba a prestarnos tanto dinero?

 

hombre que creyó en miTuve que ponerme de puntillas para entregarle la tarjeta de oferta de em­pleo (que había tomado de la cartele­ra del colegio) al dueño de la tienda de comida preparada Mort’s Deli, en Los Ángeles. Era un hombre alto y rubicundo, con un gorro de cocinero almidonado y un impe­cable delantal blanco. Sin darme tiempo para ha­blar, arrugó el entrecejo, meneó la cabeza y dijo:

-Es un trabajo demasiado pesado para un cole­gial. Necesito alguien mayor y más fuerte.

Yo ya tenía 16 años, pero apenas medía un me­tro y medio de estatura y parecía menor.

-El verano pasado trabajé lavando trastos en un campamento de niños -alegué- No me da miedo el agua caliente, ni los platos sucios, ni las cosas pesadas.

-Te digo que necesito alguien mayor, mucha­cho. Busca un trabajo más fácil.

Corría el mes de septiembre de 1957 y mi fami­lia acababa de llegar a California. Como mi padre, que era obrero laminador, no tenía antigüedad en el sindicato local, no lo empleaban más que dos o tres días a la semana; nuestros exi­guos ahorros se habían terminado y, dado que yo era el mayor de cinco hijos (pronto seríamos seis), era el único que podía ayudar. Había pe­dido empleo en varias tiendas, pero como nadie en la ciudad tenía refe­rencias mías, los tenderos se nega­ban a dejarme manejar dinero.

-Ya sé -le dije-: déme empleo lo que queda de la semana y, si no le gusta mi tra­bajo, no me pague.

El se quedó mirán­dome por un instante y luego asintió con la ca­beza y se presentó:

-Soy Mort Rubin. ¿Cómo te llamas?

Trabajaría turnos de cuatro horas por la tar­de, después de clases. El fregadero del negocio recibía una in­terminable cascada de utensilios, bandejas, ollas y sartenes sucios. En mi primera jornada fregué, lavé y enjuagué hasta tener las piernas mo­lidas de estar tanto tiempo de pie.

El sábado, al acercarse la hora de cerrar, me corroía la incertidumbre. Ni siquiera sabía si Mort me iba a pagar. Hacia el final de la jornada me llamó a su oficina.

-El anuncio que puse en el cole­gio, ¿cuánto decía que pagaba? -me preguntó.

-El salario mínimo: un dólar la hora -contesté, dispuesto, sin em­bargo, a aceptar menos

-Es poco para quien trabaja tan duro como tú -repuso-. Te pagaré a 1.25 la hora para empezar.

 

En el curso de varias semanas su­pe que Mort era unos cuantos años mayor que papá y tenía una hija de mi edad. Como la tienda cerraba el domingo, en la víspera Mort me hacía llevarme a casa la sopa que había sobrado en una inmensa olla. Era un suculento caldo de pavo, arroz y verdu­ras; una comida com­pleta, y un agasajo para mi necesitada familia.

En esas ocasiones mi padre iba por mí a la tienda, porque la olla pesaba demasiado para llevármela en bicicleta; pero un sábado me prestó el coche de la familia.

Después del trabajo volví a casa y estacioné el auto. Crucé el jardín con la olla de sopa en los brazos y, cuando pasé frente a la ventana de la sala, por poco se me cae la sopa. En el sillón de mi padre, ¡su sillón!, ha­bía un hombre grande y calvo, que lo insultaba con sumo desprecio. Mis hermanos estaban sentados co­mo estatuas; papá tenía el semblante grave, y mamá lloraba.

Entré a hurtadillas en la cocina, coloqué la sopa en la mesa y me pu­se a escuchar detrás de la puerta. El hombre quería llevarse nuestro co­che. Papá le había prometido darle los tres abonos vencidos, pero él exigía el saldo completo (325 dólares) o la devolución del vehículo.

Yo sabía lo indispensable que es un auto en Los Ángeles, así que salí sigilosamente, empujé el coche has­ta la esquina, lo eché a andar y me puse a conducir sin rumbo fijo, pre­guntándome quién tendría 325 dólares; quién estaría dispuesto a pres­tarme tan cuantiosa suma.

La única persona que se me ocu­rrió fue Mort, así que volví a la tien­da, llamé a la puerta y esperé hasta que subió la persiana. Estaba apun­tándome con una pistola calibre .45.

-¿Qué quieres? -gruñó, bajan­do el arma al ver que era yo.

Con voz entrecortada le conté lo ocurrido: la visita del hombre calvo, sus insultos, sus exigencias.

-Conque, ¿puede prestarle los 325 dólares a mi padre? -terminé, consciente de lo absurda que sonaba la pregunta.

Mort me atravesó el rostro con los ojos. Se puso colorado y le tembla­ban los labios. Al ver que aún tenía la pistola en la mano, di un paso atrás, lo cual le cayó en gracia.

-No voy a hacer te daño -dijo, poniendo la pistola en su escritorio.

Entonces se arrodilló, levantó una baldosa del suelo y, dejando al des­cubierto una caja fuerte, la abrió

Luego de contar el dinero dos ve­ces, lo guardó en un sobre viejo.

-Ten -me dijo-: 325 dólares. Cuando acaben las clases trabajarás ocho horas, y te retendré la mitad del salario hasta que saldes la deuda.

-¡Gracias! -le dije, temblando ante la responsabilidad-. ¿Quiere que mi padre le dé un recibo?

-No hace falta, hijo -repuso, meneando la cabeza-. Confío en ti.

Volví a casa muy orondo y al ins­tante se me acercó papá, seguido del calvo.

-¡Rápido! -me dijo- ¡Llévate el coche de aquí!

Con toda calma, le entregué el so­bre al individuo.

-Cuéntelo, déle un recibo a mi padre y váyase -le dije, tras haber ensayado estas palabras durante to­do el trayecto.

Ese día fui el héroe de la familia, aunque el verdadero héroe era Mort Rubin, que no sólo nos salvó de la ruina, sino que me fue subiendo el salario cada mes, hasta que, en el ve­rano, me pagaba 2.50 dólares la hora.

Trabajé en su tienda dos años más, hasta que me gradué, y luego seguimos en contacto mucho tiem­po, pero hace varios años que le per­dí la pista y ni siquiera sé si aún vi­ve. Sólo sé que el mundo es mejor gracias a él.

 

Por Marvin J. Wolf. Condensado del suplemento dominical  de los Ángeles Times (11-X-1998), de Los Ángeles California.

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