Enseñanza para un pequeño Cazador

El chico disparaba a cuanto animal le servía de blanco, hasta que un día su perra de caza le dio una lección de amor.

pequeño cazadorLa amistad entre animales y seres humanos nunca adquiere lazos tan estrechos como cuando se forma entre un perro y un chico. La presencia de un niño junto a su perro me trae siempre entrañable recuerdo de Carson West y Daisy. Era una perra mestiza de beagle, pardinegra, de orejas desgarradas, patas grandes y mirada permanen­temente triste.

Su dueño West, era un chiquillo larguirucho de una melena rubia y desgreñada que se le salía por debajo del go­rro, en una época en que el pelo largo escandalizaba.

Creo que Carsy habría cumplido 12 años cuando se fue a vivir con su abuela en las afueras del pueblo donde me crié. Yo tenía dos años menos. Hoy se diría que Carsy era un «niño subprivilegiado», pero en 1930 y tantos lo llamaban simple­mente «West, el holgazán». Cuan­do faltaba a la escuela, lo que ocu­rría muy a menudo, se iba a vagar por los bosques con Daisy y su pequeño rifle .22 bajo el brazo. Tiraba a cuanto pudiera servirle de blanco animado o inanimado.

Mis padres estaban convencidos de que padecía algo así como una locura de matar a sangre fría, pero ahora comprendo que lo mo­vía una intensa curiosidad que no podía satisfacer de otra manera. Para saber por qué la huella del mapache era distinta de la del ratón almizclero, necesitaba ver las patas de ambos, y los mataba. Para ave­riguar cómo se prendía del árbol el pájaro carpintero utilizaba el ri­fle, pues carecía de libros que se lo explicaran, y su deseo de saber le resultaba irresistible.

Una frase paternal o una palma­da en el hombro hubieran bastado para encauzar esa curiosidad y mos­trarle que, aunque su propósito era bueno, el método era reprobable. Pero Carsy no tenía padre. Fue Daisy, la perra con mezcla de bea­gle, que también cazaba y mataba, la que al fin le indicó otro camino.

Un condiscípulo me había conta­do que Carsy, como buen cazador, conocía hasta el último rincón del bosque. Fui a verle y le confesé que yo deseaba ser un gran caza­dor y conocer el campo. Acordamos ser amigos. Me dijo que su padre había muerto, que su madre tra­bajaba en otra población y que le gustaba vivir aquí porque la prade­ra abierta llegaba hasta la puerta trasera de la casa de su abuela y el bosque no distaba mucho. Luego dio un silbido y Daisy se acercó de un salto agitando la cola.

La emoción del descubridor. Cru­zamos el campo abierto. La perra corría en círculos alrededor de nosotros husmeando la tierra. Persi­guió a varias marmotas; y a punto estuvo de alcanzadas a la entrada de la madriguera. Cada vez que se le escapaba una, se acercaba con los ojos melancólicos a su amo, que la acariciaba y la consolaba: «No importa. Un día de estos te caza­remos una».

Delante de nosotros revoloteó un pájaro de color castaño .con man­chas claras en la cola. Ya había visto yo otros iguales, pero desco­nocía su nombre. Carsy apuntó y tiró. El ave cayó. Sentí remordimiento en un principio, mas cuan­do mi amigo lo tomó en sus manos y le vi el pecho amarillo, me animé recordando las ilustraciones de un libro que había en casa. Se trataba de una alondra de los prados. El pájaro pardo con manchas en la cola, desde ahora en adelante ten­dría nombre. Mis remordimientos se desvanecieron con la emoción del descubridor.

A partir de en­tonces pasé muchas horas en el bos­que y los campos con Carsy y Daisy, y a menudo matábamos. Me entristecía ver morir a los animales silvestres, pero anhelaba conocerlos mejor, y aquella era una manera de logrado. Con la ayuda de un libro de taxidermia comenzamos a disecar a nuestras víctimas.

A veces mi madre me prohibía salir con Carsy aduciendo que era un vago sucio y malo que nunca serviría para nada y que, además, ni siquiera iba a misa. Le expliqué que el chico no tenía traje para ir a la iglesia. Después de varios días se ablandaba u olvidaba el asunto y yo volvía a las andanzas con él.

Así pasaron unos dos años. Lue­go, en mayo, Daisy tuvo cachorros y todo cambió. Carsy, en su alegría, hizo lo que nunca se había atrevido a hacer: fue a mi casa a avisarme. Corrimos a verlas. Daisy, echada en una caja en el rincón de la leñera, nos saludó meneando la cola furiosamente. Había desapa­recido la melancolía de sus grandes ojos. Tenía dos cachorros. Me pa­recieron lánguidos y enclenques, pero Carsy no lo notó. Lleno de orgullo, los acarició con el dedo. «Ahora llevaremos tres perros de caza», comentó.

Al día siguiente, un sábado, los cachorros amanecieron muertos. Con cara tensa y voz quebrada, Carsy me condujo hasta el cajón donde ahora estaba sola la perra. Le pasó la mano por la cabeza y le dijo: «No importa, linda. No tienes la culpa. Hoy te traeremos una marmota».

Cogió el rifle y salimos, dejando a la debilitada perra. A unos 800 metros de distancia encontramos una madriguera de marmotas al lado del arroyo. Generalmente uno de aquellos animales dormía al sol a la entrada. Nos acercamos a ras­tras por un alfalfar, pero cuando Carsy se irguió para tirar, la mar­mota se metió en la madriguera.

«¡Tenemos que atraparla'» ex­clamó. «La ahogaremos con agua del arroyo».

Corrimos a casa de su abuela por baldes y regresamos al mismo sitio. Llevándolos desde la orilla del arroyo, echamos cubo tras cubo en la madriguera. Por el ruido del agua al caer en la madriguera compren­díamos que el nivel subía. Final­mente salió disparado el pobre ani­mal. Carsy estaba listo. De un tiro lo derribó y cayó estremeciéndose. Por fin habíamos cazado una mar­mota.

Poco duró el triunfo porque cuando lo hizo rodar con el pie, quedaron a la vista tres minúsculos cachorritos prendidos al pecho. Nunca olvidaré mi congoja. Ape­nas comenzaban a abrir los ojos. La inquietud que siempre había senti­do cuando matábamos cristalizó en remordimiento y repugnancia. Carsy habrá tenido la misma reac­ción, pero la disimuló.

-Vamos -dijo-. Hay que llevársela a Daisy antes que se enfríe. Los perros de caza deben comer carne palpitante.

-¿Qué hacemos con las crías? Carsy no respondió, y al cabo de un buen rato murmuró:

-No sé.

Puse hierba en un cubo, coloqué dentro a los recién nacidos y em­prendimos el regreso en silencio. Daisy nos recibió a la puerta de la leñera. Cuando mi amigo dejó caer la marmota, Daisy la husmeó, dio media vuelta y volvió a la caja.

-Es que los perros de caza pre­fieren matar ellos mismos lo que comen -explicó Carsy. Luego mi­ró a los cachorritos-. Morirán de todos modos. Más vale que Daisy se los coma. Los matará de un mordisco.

-iNo! -protesté. Por primera vez me rebelaba contra mi amigo.

Carsy me arrebató el balde y dejó caer a los animalitos en la caja, junto al ho­cico de la perra, que los olfateó primero y luego comenzó a lamer­los. Segundos más tarde vi con horror que abría el hocico, pero sus dientes se cerraron suavemente sobre el más pequeño para levan­tado y colocado con cuidado sobre la curva de su vientre. Hizo lo mismo con los otros dos, empu­jándolos con ternura contra su piel tibia. Uno tras otro los pequeños empezaron a mamar. Daisy nos miró con serena expresión de triun­fo, mientras golpeaba rítmicamente con la cola los costados de la caja.

Un fino velo de lágrimas nubló los ojos de Carsy. «Parece que quiere criarlos», dijo.

Tal vez den los biólogos una ex­plicación complicada acerca de la pérdida de los cachorros, las hormonas y los instintos de materni­dad frustrados, pero para mi amigo la verdad era más simple. La gran cazadora le había dado una lección de cariño y devoción que no podría olvidar. Nunca volví a verlo con el rifle en brazos.

Uno de los cachorros murió, pe­ro Carsy y Daisy criaron a los otros dos. Seis semanas más tarde lo acompañé cuando, orgulloso y fe­liz, los puso en libertad cerca de la madriguera.

Poco después mi amigo y su abuela abandonaron el pueblo y no supe de él hasta trascurridos varios años. Trabajaba para una sociedad protectora de animales, como prue­ba de que siempre los había que­rido. De noche asistía a una escuela de segunda enseñanza, para luego ingresar en la universidad y estu­diar veterinaria.

Hubiera hecho ‘una carrera bri­llante, de no haber recibido órdenes de volver a matar. Se alistó en el Ejército a principios de la Segunda Guerra Mundial. En la práctica de tiro al blanco demostró indudable­mente una puntería excelente, pero estoy seguro de que nunca pudo oprimir el gatillo en el campo de batalla sin luchar con su conciencia. Quizá por eso no vivió mucho tiempo. Me informaron que murió en Francia poco después de los des­embarcas del Día-D.

 

Por Fred Bodsworth

También te podría gustar...