Increíble jornada de Heroísmo

El único camino que se abría al joven agente de policía para cumplir su misión de socorro lo llevó, durante una noche tenebrosa y un día abrasador, por una extensión de 60 kilómetros inundada y convertida en una pesadilla de pantanos, torrentes, víboras y cocodrilos.

héroesLos sucesos que dieron origen a la increíble caminata de Graham Robson, agente de Queensland (Australia), se conocieron en la es­tación de policía de Mount Isa el 19 de febrero de 1976. La señora Jessie Brown explicó al inspector Jack Vaudin que ella y su nuera habían avistado desde una avione­ta alquilada a su hijo Dennis, de 29 años, atascado con su camioneta y rodeado por la inundación en varios kilómetros a la redonda.

La señora indicó el sitio exacto en un gran mapa que colgaba de la pared: entre Camooweal y Burketown.

– Las aguas suben rápidamente advirtió con angustia al inspector.

– No se preocupe. Lo rescataremos pronto – prometió Vaudin.

Dennis había salido cuatro días antes de Frenchman’s Gardens, su modesta finca ganadera, con el pro­pósito de llegar a Mount Isa, 250 kilómetros al sur, antes de que azo­tara la ya inminente tormenta tropical. En la época de aguas caen a veces hasta 450 milímetros de pre­cipitación en 24 horas, y es frecuente que las inundaciones aíslen los caseríos apartados. Para no quedar atrapado en la finca durante dos o tres meses, el joven debía mar­charse cuanto antes.

Llevaba unas siete horas al vo­lante cuando su vehículo, de cuatro ruedas motrices, sufrió una violenta sacudida y quedó hundido en el barro por su parte delantera. Al apearse, se sumergió él mismo has­ta la cintura en una masa de lodo burbujeante y sulfuroso que le apri­sionaba las piernas como arena mo­vediza. Dennis había caído en una de las trampas más engañosas y temibles que acechan al chofer in­cauto del Outback (el interior) de Australia: los lechos rocosos a cuatro o cinco metros de profundidad  que impiden la absorción de las aguas vertientes, de modo que el subsuelo se va empapando, aunque la superficie, por la acción del sol, este dura has el punto de resistir el peso de un hombre y aun de un caballo pero no de un automóvil.

Dennis Brown comprendía que jamás escaparía por su propio pie. La poliomielitis que sufrió en la infancia le había paralizado la pier­na izquierda, y andaba con lentitud. Gregory Downs, el poblado más próximo (de 12 habitantes), dista­ba 67 kilómetros de allí, y como ya habían empezado los monzones, quizá en dos meses ningún vehículo pasaría por aquel lugar.

Esa noche cayó una precipitación de 100 milímetros en menos de una hora. Los arroyos se desbordaron y el agua cercó por completo al joven, que durante todo el día siguiente se esforzó en desatascar la camio­neta. Pero sólo consiguió hundirla más. Nada podía hacer fuera de esperar auxilio.

El miércoles no le quedaba más que una lata de carne. La tempe­ratura subió a 42° C., y el calor y la humedad le consumían las fuerzas. El jueves por la mañana comenzó a sentirse débil y sin vo­luntad. Su desesperanza iba en au­mento, pero cedió temporalmente cuando sus buscadores sobrevolaron el terreno con la avioneta Cessna y le arrojaron víveres.

Desde el cuartel general de Mount Isa, el inspector Vaudin había or­denado a dos de sus hombres más competentes, el sargento Ray Brand de 39 años, y el agente Graham Robson, de 23, que hicieran «lo imposible» para salvar a Dennis Brown. Brand y Robson metieron suministros de urgencia en un ve­hículo policiaco de tracción en las cuatro ruedas y a toda prisa salie­ron de Camooweal, unos 150 km al sudeste del lugar donde Brown se había atascado.

La travesía fue todo un calvario. Recorrieron los últimos 50 km a paso de tortuga, entre baches, arro­yos desbordados y traicioneros tre­chos arenosos; varias veces patina­ron en un barro negro sin poder dominar el vehículo. Había lugares en que el agua ocultaba el camino a lo largo de varios centenares de metros.

Llegaron a las 9:15 de la no­che, tras seis horas de brega. Brown esperaba de pie, junto a la camioneta. «Yo creía conocer ya todas las emociones», relataría después Brand, «hasta que vi aquella expre­sión de alivio y dicha que justifi­caba todas nuestras penalidades».

Pronto, sin embargo, el júbilo se trocó en angustia. Con el esfuerzo que hizo el coche de la policía para remolcar la camioneta, se hundió otro pedazo del camino y el ve­hículo policiaco quedó atascado lo mismo que el otro. Durante cuatro horas cavaron el terreno y lo refor­zaron con maderos, hasta conven­cerse, como Dennis tres días antes, de que sólo conseguían hundir más el automóvil en el lodazal.

Las alturas que los rodeaban im­pedían la comunicación por radio y, como amenazaba otra tormenta, los tres hombres corrían peligro de que los arrastraran las aguas. Alre­dedor de la una de la madrugada, Robson, por ser el más vigoroso y por haber nacido y crecido en aque­lla región, se ofreció para recorrer a pie los 67 kilómetros que los separaban de Gregory Downs y pe­dir auxilio. En cualquier otro mo­mento aquello hubiera sonado a suicidio, pero la situación en que se encontraban no era como otra cual­quiera, así que el sargento, aunque de mala gana, le dio su autoriza­ción y, sin más, Robson se perdió en la noche.

Los 10 primeros kilómetros, llenos de espinos y árboles de goma, no ofrecieron dificultad mayor, hasta que oyó el ruido de una impetuosa corriente de agua y el cercano en­trechocar de ramas y árboles desa­rraigados. Calculó que la riada tendría por lo menos 100 metros de anchura y alrededor de tres de profundidad.

Dio un paso adentro, pero retro­cedió en el acto al oír el gruñido de un cocodrilo, aguas abajo. Siem­pre le habían aterrorizado estos animales, y no ignoraba que vivían en el río Gregory, donde el arroyo desembocaba pocos kilómetros más abajo. Unas semanas antes había leído que un cocodrilo de siete me­tros devoró vivo a un cazador de jabalíes en la zona del golfo de Car­pentaria.

Robson permaneció diez minutos en la orilla, aguzando el oído para precisar la posición del animal y se avergonzó. Había prometido conse­guir socorro, y hete aquí que le daba miedo vérselas con el primer obstáculo serio.

Hizo una profunda aspiración se metió en el agua. Cuando le llegó al pecho, musitó una oración y se zambulló. Con ser un magnífico nadador, la corriente lo arrastró… hacia donde estaba el cocodrilo. Lo golpeaban ramas y troncos, muchos de ellos lo bastante pesados para dejarlo sin sentido. A la mitad del arroyo alzó un brazo para apartar lo que creía una rama, cuando sin­tió con horror algo viviente: un pitón acuático de dos metros de lon­gitud. Robson se estremeció mien­tras la corriente arrastraba al reptil rozándole la cara. Por fin llegó a la otra orilla y salió del río chorrean­do agua.

Apenas estaba iniciando su difí­cil empresa y ya se había topado con los dos animales de la zona que más temía: cocodrilos y serpientes. Los pitones no son venenosos, pero Robson recordó de pronto que en la tierra inundada le esperaban dos de las víboras más ponzoñosas del continente: la mulga (Pseudechis australis) y las pseudonajas (P. tex­tilis y P. nuchalis) que, como él mismo, tratarían de ganar los pocos islotes secos emergentes de las aguas. El temor de pisar alguno de estos reptiles lo atormentó durante toda la noche.

En el curso de los 15 kilómetros siguientes avanzó casi siempre me­tido en agua, a veces hasta la cintu­ra. Se quitó las sandalias, que le estorbaban en el barro, y cuando los pantalones cortos comenzaron a excoriarle la piel, también se despo­jó de ellos. Resbalaba y caía una y otra vez entre afiladas piedras, con las consecuentes magulladuras y cortadas. Los mosquitos no cesaban de atormentarlo en nubes; las san­guijuelas se le prendían a los pies y los tobillos; por las piernas y el tronco se le subían enormes ciem­piés que lo mordían cruelmente.

Tres veces, al avanzar con el agua hasta la cintura, el suelo se le hundió bajo los pies, y entonces tuvo que bracear luchando contra el lodo que le atenazaba las piernas. Pero en las tres ocasiones logró asirse a algún manojo de hierba y escapar de la corriente cuando ya sentía que se asfixiaba y mientras el corazón le palpitaba violentamen­te. En ningún momento cesó de re­petirse: «Tengo que seguir. Debo pedir socorro». Asustado, temblan­do, y siempre chorreando agua, continuaba su penosa marcha.

Avanzaba entre el espeso barro del herbazal cuando empezó a llo­ver. Estaba tan excoriado que anda­ba con las piernas abiertas como a horcajadas. Más que lluvia, aquello era un diluvio con relámpagos in­cesantes en el cielo, que le recorda­ban la peligrosa situación de Brand y Brown.

Gracias, quizá, a que las primeras luces del alba le permitieron ver el peligro, salvó la vida. Eran las 5 de la mañana cuando, enfrente de él, a menos de seis metros, una gruesa Pseudonaja nuchalis de dos metros de longitud mecía la cabeza erguida, dispuesta para atacar. El hombre y la víbora se quedaron mi­rándose fijamente durante un tiem­po que a Robson se le antojó una eternidad. Luego, con el mayor cui­dado, este retrocedió sin quitar los ojos a la serpiente y echó a correr.

La temperatura y la humedad aumentaron en forma opresiva. A juzgar por la hora, debía de haber recorrido ya una buena distancia, mas sus sentidos le decían que no había hecho más que dar vueltas alrededor del mismo lugar. Unos buitres y unos cuervos que se cer­nían sobre él trajeron sombríos pre­sagios a su mente ya confusa.

Marchaba trabajosa y mecánica­mente, con la cabeza inclinada so­bre el pecho, acometido de alucina­ciones; tropezó y dio de bruces en un charco, donde quedó inmóvil durante varios minutos. Al reemprender la marcha con paso inse­guro, no oyó en un principio el ruido sordo de una niveladora de carreteras. Al ver la máquina y al hombre que la conducía, se arro­dilló lentamente al borde del fan­goso camino y hundió la cabeza entre las manos en señal de agota­miento y alivio.

El hombre notó que Robson es­taba gravemente quemado por el sol, que le salía mucha sangre de las heridas de las piernas y que to­do su cuerpo era un montón de llagas y picaduras de insectos. Ape­nas pudo creer que en nueve ho­ras hubiera salvado 67 kilómetros en tan difícil terreno, a pie, a ras­tras y a nado. Lo llevó a Gregory Downs, donde organizaron de pri­sa un equipo de salvamento. A las 4:30 de la tarde de ese viernes 20 de febrero, Robson llegaba con un pequeño convoy al punto de parti­da de su heroica odisea.

Esa noche, de regreso en Camoo­weal después de 42 horas conti­nuas de servicio, Robson musitó que se sentía «algo cansado». Y dur­mió más de 12 horas.

Incapaz de expresar de palabra su gratitud, Dennis no aceptó la cama que por esa noche le brindaba Brand. Ya había avisado a su espo­sa que estaba a salvo, y en esos momentos sólo deseaba volver a casa sin esperar más. Llegó a Mount Isa a las 5 de la mañana, seis días después de haber iniciado su viaje.

Comenzaron a recibirse en el cuartel general de la policía tele­gramas y cartas de felicitación. La Comisaría de Queensland otorgó a Robson su más preciada condeco­ración por aquella muestra de va­lentía y amor al deber. La Real Sociedad Humanitaria de Australa­sia lo honró con la medalla de plata al valor. Y en febrero de 1977, un año después de la proeza, la Socie­dad Humanitaria de Inglaterra lo premió con la Medalla de Oro de Stanhope, como recompensa por la acción más valerosa del año ante­rior en la Mancomunidad Británica de Naciones.

Tales honores son motivo de pro­fundo placer para Dennis Brown. «El haber pasado por tantas pena­lidades para auxiliar a un descono­cido», comenta, «es prueba verda­dera de la intrepidez del agente Graham Robson».

   

Por Timothy Hall

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